Cuando Laura McFarland llegó a Indonesia, no tenía en mente escalar un volcán. Imaginaba playas de arena, olas cálidas y coloridas bebidas tropicales para sus tres semanas en el país. Sin embargo, una foto del Monte Rinjani —un gigante de 3.726 metros que domina el horizonte de Lombok— cambió todo. Fue una decisión impulsiva, no guiada por la lógica, sino por el deseo de ver Indonesia desde una nueva perspectiva. Lo que siguió fue una aventura que puso a prueba su resistencia, le mostró una belleza impresionante y le dejó algunos de sus recuerdos más valiosos.
Senaru: la puerta al Rinjani
La travesía comenzó en el tranquilo pueblo montañoso de Senaru, al pie del imponente Monte Rinjani. Para Laura y su pareja, este lugar era más que un punto de partida; era una oportunidad para adaptarse al ritmo pausado y natural de Lombok. Tras un viaje de tres horas desde las playas del sur de la isla, su paquete turístico garantizó transiciones sin problemas, una estadía cómoda y una caminata corta a la famosa cascada Tiu Kelep.
La cascada, una imponente caída de agua clara y rugiente, ofreció a Laura su primer vistazo a las maravillas naturales que Lombok escondía más allá de sus costas. El corto trayecto hasta allí fue resbaladizo y lleno de aventuras, con tramos que requerían vadear arroyos y sortear rocas cubiertas de musgo. Pero la vista de la neblina de Tiu Kelep contra el denso telón de la selva valió cada esfuerzo. Fue un preludio apropiado a los desafíos y recompensas que le esperaban en el Rinjani.
Día uno: adentrándose en la selva
Al amanecer, el grupo se reunió, con el equipo asegurado en la parte trasera de un camión. Laura y su pareja se unieron a otros excursionistas, porteadores locales y su guía. Mientras el camión se dirigía al pueblo de Sembalun, el aire estaba cargado de una energía nerviosa. La cumbre del Rinjani se alzaba en la distancia, envuelta en nubes ligeras, como un recordatorio silencioso del ascenso que les esperaba.
La caminata comenzó de manera modesta, con un sendero serpenteante entre colinas onduladas y parches de selva. Las risas de los porteadores, el golpeteo de sus cestas de bambú y los ocasionales llamados de los monos salvajes rompían el silencio de la mañana. Laura se maravilló ante su fuerza y agilidad: los porteadores, cargando más de 20 kilos de equipo, a menudo descalzos o con sandalias ligeras, avanzaban por el sendero empinado con gracia.
A medida que avanzaba el día, el sendero se volvía más empinado y el aire más pesado. El sol del mediodía azotaba mientras el grupo se detenía en una de las pequeñas cabañas que salpicaban la ruta. Los porteadores transformaron el refugio en una cocina improvisada, preparando mie goreng (fideos salteados) con una eficiencia que impresionó y agradeció Laura. La comida le dio energía para el siguiente tramo, que sería mucho más arduo.
El borde del cráter: una recompensa bien merecida
Al caer la tarde, la vegetación exuberante dio paso al terreno volcánico. Las curvas pronunciadas y la altitud se convirtieron en adversarios sutiles, con sus músculos clamando por alivio mientras el borde del cráter se acercaba lentamente. Los porteadores continuaban adelantándola con facilidad, sus rostros radiantes, en marcado contraste con el agotamiento de Laura.
Finalmente, el grupo alcanzó el borde del cráter, con el campamento ubicado en el filo de la caldera. Bajo ellos yacía el lago Segara Anak, una joya turquesa en el corazón del volcán. A lo lejos, la cumbre del Rinjani brillaba tenuemente con la luz del sol poniente, un sueño inalcanzable por el momento. Los porteadores montaron las tiendas y sirvieron una cena de curry caliente mientras los excursionistas contemplaban el surrealista paisaje. Exhausta pero emocionada, Laura se durmió rápidamente, sabiendo que el verdadero desafío aún estaba por venir.
Día dos: una carrera contra el amanecer
A las 2:30 a. m., el grupo comenzó a moverse. El aire estaba helado, su respiración visible bajo la luz de las linternas. La cumbre esperaba, pero el camino hasta allí no era tarea fácil. Al comenzar el ascenso, el sendero parecía conspirar en su contra. Cada paso hacia adelante venía acompañado de un resbalón hacia atrás sobre la grava volcánica suelta. El único consuelo era la lucha compartida: las luces de las linternas formaban una serpenteante línea de determinación por la montaña.
Pasaron horas en la oscuridad, el ascenso robando aliento y energía. Laura comenzó a sentir los efectos del mal de altura: mareos, hormigueo en los dedos y una sensación de vértigo. Su guía, paciente y comprensivo, le sugirió descansar y le ofreció snacks para recuperar energía. Aunque tentada a detenerse, la determinación de Laura se fortaleció. No había llegado tan lejos para rendirse.
Cuando los primeros destellos de rosa y naranja pintaron el horizonte, la cumbre finalmente apareció ante ella. Con el sol naciendo a sus espaldas, Laura alcanzó la cima. Se sintió abrumada por el panorama de 360 grados: el vasto océano, el vibrante lago azul y las crestas irregulares de la caldera. Era una vista que exigía silencio, una belleza que las palabras no podían describir.
El Largo Descenso
El descenso de la cumbre se sintió como una liberación. La grava suelta, enemiga en el ascenso, se convirtió en una aliada inesperada, permitiendo a Laura deslizarse y correr de regreso al borde del cráter. El desayuno la esperaba: una comida simple pero satisfactoria de huevos y café que restauró algo de energía.
El resto del descenso fue una prueba de resistencia. Seis horas de fuertes pendientes pasaron factura en las rodillas y los pies de Laura. El dosel de la jungla ofrecía sombra, pero las raíces y piedras implacables del sendero requerían atención constante. Cuando el grupo llegó al inicio del sendero, el agotamiento se había apoderado por completo de ellos. La vista del camión que los esperaba trajo una ola de alivio.
Reflexiones sobre el Rinjani
De regreso en su hospedaje esa noche, Laura revivió la travesía en su mente. Escalar el Monte Rinjani había sido uno de los desafíos físicos más difíciles que había enfrentado, pero también uno de los más gratificantes. La montaña había puesto a prueba sus límites, llevándola más allá de lo que creía posible. Le había mostrado un lado de Indonesia que no había anticipado: uno de belleza salvaje y resistencia increíble.
¿Lo haría de nuevo? Probablemente no. Pero Laura sabía que pararse en la cima del Rinjani la había cambiado, aunque solo un poco. Fue un recordatorio de lo que era capaz de lograr y un testimonio de las recompensas de salir de su zona de confort.
El Monte Rinjani pudo haber sido su némesis durante dos días agotadores, pero también le dejó recuerdos que durarían toda la vida.